Dormir bajo las estrellas, en una capsula, en una escalera, en un mac donald, en un baño público, en los metros, en los buses, en el auto, en la bici, en el suelo de un callejón, en una lavandería o apoyado contra una columna.
Dormir de costado en el hombro de otro, con las piernas abiertas, cruzadas o cerradas, con las manos rezando o abrazando la mochila o las rodillas en pose de bicho bolita.
Dormir con ronquido fuerte y sonoro, en un templo, en un parque, debajo de un árbol, en un banco simple o uno doble. En el suelo desparramado como hippie somnoliento o acurrucado como un recién nacido.
Dormir en el trabajo a los cabezazos, sin querer dormir. O de un largo tirón sin importar nada alrededor.
Dormir apoyado contra un vidrio o una pared, sobre una mesa, entre cuadernos, lapices, papeles, celulares y teclados.
Dormir en silencio y con cuidado de no tocar al otro, con la cabeza rígida o hecha un resorte, con la boca cerrada y la lengua enrollada, o abierta de par en par y con saliva burbujeante.
Dormir de a muchos o en soledad, con zapatos puestos o descalzo, con almohada de plumas o las manos juntas, con barbijo y alarma o librado a la suerte.
Estas son solo algunas de las posibilidades que ofrece el paisaje público japonés. La tierra donde dormir en cualquier lado es tratado como un deporte nacional.
No me extrañaría si mañana un estudio de la universidad de Cambridge descubriera que la clásica historia de “La bella durmiente” tiene sus orígenes en la cultura de esta isla.
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